miércoles, 20 de septiembre de 2006

Unplugged

Escuché la voz de una mujer. Está oscuro. Me incorporo. Toco las sabanas; por su temperatura imagino que son blancas. No sé dónde estoy. Me levanto, voy tocando las paredes, siento un interruptor de luz. Lo enciendo pero todo sigue igual que antes. El bombillo debe estar fundido. Camino a tientas, me doy cuenta de que estoy desnudo. Me quedo quieto. El silencio es absoluto. Una corriente fría como reptil ha comenzado a subir por mi espalda. Sus movimientos dejan un rastro lento y baboso, como de eses (y heces) a medio trazar. He cerrado los ojos. Súbitamente el réptil se bifurca una y otra vez en muchos reptiles pequeños que suben raudos por mi cuello y por mi rostro, abro los ojos y en la cercanía alcanzo a distinguir dos manos negras que se apresuran a taparlos. La mujer que escuché al principio me susurra algo incomprensible al oido izquierdo. Una voz muy parecida, la misma tal vez, me dice algo en el derecho. Por entre los dedos se ha filtrado un destello blanco, una explosión lechosa; alcanzo a ver mi rostro de cuando era niño pero no por mucho tiempo: a él también le cubren los ojos. Las manos que cubrian los mios se debilitan y empiezan a escurrirse como agua negra por mi rostro. Tardo en comprender que ya no es un coma: es el punto final. Muero aferrado a las sabanas como quien se aferra a la vida.

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