Todos somos suicidas; la diferencia radica en la velocidad del método elegido. Así, existen dos grupos: uno, integrado por quienes eligen quitarse la vida como quien se quita los pelos de la axila -de un solo trancazo- y otro, por quienes eligen pudrirse hasta la agonía. Nos centraremos en los primeros -interesantes y temerarios- ya que los segundos están en todos lados, comenzando por los espejos.
El suicidio, además de todo lo que se ha documentado, es un acto estético. Con el mismo detalle con el que el chef dispone los alimentos en el plato, el pintor los colores, o el cineasta sus planos, el suicida, conducido por sus circunstancias, elige un modo. Existen, entonces, diferentes estilos: el suicidio a lo Jackson Pollock (conducido por el hastío, e.g. Kurt Kobain), el suicidio a lo Houdini (conducido por la desidia, e.g. Virginia Woolf), o el suicidio a lo Apolo 13 (conducido por la soberbia de creerse merecedores de la luna).
El hombre post-moderno, parado en la nube desde donde juzga al hombre clásico, antiguo y prehistórico, y conducido por una perfecta mezcla de hastío, desidia y soberbia, ha optado por suicidarse rompiendo la cuarentena y saliendo a la calle.
El hombre post-moderno, parado en la nube desde donde juzga al hombre clásico, antiguo y prehistórico, y conducido por una perfecta mezcla de hastío, desidia y soberbia, ha optado por suicidarse rompiendo la cuarentena y saliendo a la calle.
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