No sé si la vida sea una recompensa, una apuesta o una condena.
Entre más me acercaba al corazón de estos seres me era más fácil distinguir a la diosa de la mujer, a lo eterno de lo mortal, a la piedra de la carne. Comprendí que su resplandor, al igual que el resplandor que emana del sol, oculta tras sí bastas turbulencias invisibles a los ojos de los hombres; explosiones de fuego retorcido, de sueños destrozados, de mil plegarias, mil lágrimas y mil gritos silenciosos: Su belleza -¿su recompensa, su condena?- era perversamente proporcional a su sufrimiento y tristeza interior.
Y camino por la calle y veo un árbol con sus hojas y sus ramas brotando matemáticamente del tronco, veo un ave extender sus alas perfectamente simétricas mientras sobrevuela la ciudad, veo flores, veo abejas, escucho una canción muy bella escrita por un artista suicida; en suma, veo tanta belleza y gracia a mi alrededor que no puedo evitar preguntarme qué inenarrable tragedia se esconderá detrás de la creación del Universo.
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