La inteligencia artificial es una tecnología que facilita ampliamente tareas y procesos que requieren tiempo y mano de obra especializada y costosa. Gracias a la ella, es posible visualizar ideas en corto tiempo y con creciente precisión. Los avances del pensamiento humano junto con las grandes incógnitas del universo y de la vida, pueden beneficiarse de esta tecnología gracias a la infinita capacidad de almacenamiento y asociación de conceptos, dando origen, en el mejor de los casos, a una época de iluminación de la humanidad. Sin embargo, la dependencia de las sociedades en bots y robots cada vez más capacitados presenta, a futuro, implicaciones que por ahora, solamente podemos aventurarnos a contestar. ¿Terminarán todos los procesos que tienen lugar en la sociedad (la compra y venta de neceseres, la moda, los trabajos, la democracia, las citas románticas y demás) sometidos a un algoritmo que elige “lo mejor” para las personas? ¿Dónde quedaría el libre albedrío? La inteligencia artificial no puede ser jamás una imposición: debe ser una aliada, una compañera.
Probablemente, la inteligencia artificial es en el fondo, una recreación de Dios: un ser que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo decide y que sabe qué es lo mejor para nosotros. Desde C3PO hasta Sophia, los robots fueron hechos a imagen y semejanza de los hombres: la inteligencia artificial está hecha a imagen y semejanza de Dios. Tal vez es esa cercanía con lo divino lo que nos cautiva, porque no hace falta aislarse del mundo e irse a las montañas para experimentar el éxtasis de Su bondad: basta un teléfono celular para sentirnos omnipotentes.
En las películas hemos visto que los robots intentan parecerse a los humanos: quieren amar, quieren llorar, quieren sufrir, quieren gozar (El hombre bicentenario, La pequeña maravilla, la versión T 800 de los Terminators). Que unas máquinas con ese grado de perfección -¿es la perfección algo relativo ó absoluto?- quieran parecerse a nosotros, con nuestros miedos, sueños y esperanzas; que esas máquinas, por voluntad propia, quieran adoptar los “defectos” de los que quisieron librarlas sus creadores, debería hablarnos contundentemente sobre nuestra propia perfección.
(Por lo menos, en la ficción).